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Canción sin nombre: la historia de un país trastocado por la culpa y la indiferencia.

 Cine realista sin dejar de ser cine de autor y mejor aún siendo 100% cine artístico.

Publicado: 2019-08-17


Aquí las pesadillas no desaparecen al amanecer. En Canción sin nombre el castillo del terror es una Lima oscurecida a golpe de coches bomba senderistas en 1988, y el monstruo que no duerme se llama Realidad. Atrapada en el blanco y negro de un inusual formato cuadrado y mortuorio de bordes difuminados, una especie de mirilla caleidoscópica al patio trasero de nuestros temores más temidos, la pesadilla de Georgina Condori —personaje principal— ocurre y vuelve a ocurrir. 

Su historia es la historia de un país trastocado por la indiferencia de las instituciones, la violencia y una sorda desigualdad social desde siempre. En retrospectiva, mirando la humareda que era el Perú de los años 80, despierta cierto pudor aceptar que ahora, en este siglo XXI de veganos, likes, Netflix, Uber y Spotify, los analógicos ciudadanos de ENATRU, walkman, BlockBuster y cabinas telefónicas de aquel pensado futuro no hemos mejorado gran cosa. El abismo ha sido abierto y lo que hacemos durante los veloces, crudos y visualmente hermosos 97 minutos es dar un paso al frente y caer sin remedio hasta el fondo sin fondo de nuestro violento pasado común. 

Giorgina y su marido —aquí viene la historia— dos jóvenes provenientes de familias campesinas, en busca de prosperidad se han mudado a Lima, a un cerro despoblado, arenoso y mutilado por la bruma que habría hecho feliz a Tim Burton, con el embarazo en la etapa final, desde los altoparlantes del mercado donde vende papas Giorgina escucha al locutor radial liberando el bálsamo publicitario: «Fundación San Benito ofrece atención médica gratuita a mujeres embarazadas». Más adelante, durante el parto en una clínica falsa, le roban a su hija. Cualquier parecido entre la realidad y el argumento de este magnífico debut de Melina León, cuesta decirlo, no es coincidencia. 

Basado en un hecho real ocurrido en el destartalado Perú del primer Alan García, esta fue la noticia inaugural del diario La República —un reportaje de investigación llevado por el padre de nuestra directora, histórica ya por haberse convertido for ever and ever en la «primera directora peruana en Cannes» (desde el pasado mayo Melina León, Michael Haneke y George Lucas son nombres que se escriben en la misma página si de Cannes se trata)—. A la lucha de Giorgina se une el periodista Pedro Campos —¿ya les dije que los actores aquí pertenecen a esa casta de actores que no saben que son actores hasta que se descubren actuando y años luz después de ser editados se ven sorprendidos y reproducidos en una sala de proyecciones recibiendo los aplausos del público reconociendo sus estupendas actuaciones?, pues el casting de los agremiados bajo el cada vez más prestigioso título «actores no profesionales» en esta canción que lleva el nombre de todo un país, le aporta el peso específico necesario para que esta historia realista, humana, filmada pegadita a las recomendaciones de Murnau y siguiendo las indicaciones del único ojo de Fritz Lang, se mantenga y se sostenga con los pies en éste, el mundo de los vivos y de los muertos, la centrícola Lima pesadillesca de los años 80—, les decía que el periodista Pedro Campos, con sus correctas manías Raymond Chandler, cargando el represivo peso de su homosexualidad, se une a Giorgina en la búsqueda de su hija —¿acaso Pamela Mendoza, Giorgina, es la nueva Magaly Solier? 

Lo curioso de este tándem Giorgina/Pedro es que ninguno le sirve de válvula al otro. Canción sin nombre es una hermosa película cargada del tipo de horror que evitamos mirar, sus visuales de una única línea consiguen una economía de recursos emparentada con la avasalladora vitalidad del Neorrealismo  practicado por Pasolini pienso en Mama Roma (1962)—, en otros momentos, sin embargo, la soledad de Georgina se torna opresiva, próxima, hiriente, el punto de fuga flota en una línea líquida que anula todo diálogo, nos convierte en el perfecto voyeur de una consciencia que habita del otro lado, la mirilla mortuoria de bordes difuminados, aquel formato enfermizamente cuadrado nos alcanza la vida detrás de la lápida, el tipo de juego malvado y triste que el David Lynch de Eraserhead (1977) entabla con distintos niveles de realidad. La postura vitalista de Canción sin nombre se sostiene, de principio a fin, en mantener vivo el tirante equilibrio entre Realismo y Vanguardia, consigue que lo absurdo —el robo de la hija, los atentados— resulte más que verosímil, doloroso, duradero, y esto, entre otros logros alcanzados, debido a las creíbles actuaciones y al guión sumamente preciso, las más de las veces completado o silenciado por el imponente despliegue visual —¿soy el único que ha visto en la profundidad de campo a toda luz y en las aperturas panorámicas de la fotografía al Kubrick más experimentador?—. 

No, no estoy olvidando que esta película además avanza —porque en Canción sin nombre todo va hacia adelante, como la vida— insuflada por partículas de una música hecha a medida, compuesta por charangos y violines unplagged o filtrados por efectos electrónicos, una música que si fuera posible dibujarla conseguiría la estática, el chisporroteo de los ancestrales televisores de tubos catódicos. Social, intimista, política. Denuncia y Arte, cine realista sin dejar de ser cine de autor y mejor aún siendo 100% cine artístico, esto también es Canción sin nombre, una película sin dinosaurio, pero con una pesadilla que te espera al despertar.


Escrito por

Oscar Pita Grandi

Cinéfilo. Escritor. Firmaba reseñas y crítica en Cinencuentro y en la Escuela de Cine de Cuba. Paisaje Habitado es su primera novela.


Publicado en

Zeroville

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