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El viaje de Javier Heraud. Un documental necesario para la literatura latinoamericana y el cine peruano actual.

Mi cuarto es una manzana

Oscar Pita Grandi

Publicado: 2019-08-29


1.

Uno de los aciertos de este film de autor es haberse mantenido dentro del cause formado por las orillas de la resonancia poética de la inmolación —no en la inmolación en sí— y del posterior vacío provocado por la muerte de Javier Heraud. Dos orillas indivisibles a lo largo de la corta vida del poeta adolescente que no temía «morir entre pájaros y árboles». Y en medio de ambas orillas pero también a lo largo —filmado en Lima, Puerto Maldonado y en los alpes austriacos—, corren 96 reflexivos y conmovedores minutos de un viaje en busca del Rimbaud de la poesía peruana, «acribillado por 19 balazos» a sus 21 años en 1963. El contexto de su muerte es el Perú de la golpista Junta Militar y la primera Cuba de un Che Guevara en motocicleta. Más allá de las versiones oficiales y extraoficiales, qué dudas caben, la prematura y salvaje muerte de Heraud nos dejó un doble vacío doblemente imposible de llenar: uno de ellos vinculado con la pérdida de su vida cuando apenas comenzaba a vivirla, el otro es de corte más egoísta, artístico, claro: la privación de su venidera poesía. Y la suma de estas ausencias, ahora más que nunca, despierta al oráculo: Qué hubiera sido de la poesía peruana, de la Generación del 60, del cine peruano —¿sabían que el corazón de Heraud latía a 24 cuadros por segundo?—, de los jóvenes poetas de hoy, si Heraud viviera todavía. Si les digo que sería arriesgado arrojar luces sobre este logrado documental sin antes —durante y después— mojarse los pies, las manos y los ojos en la transparente poesía de Heraud, créanme. También créanme si les digo que no importa si son Generación X, Millenial, Baby boomer o del Cuaternario, si eres peruano y tienes corazón y te gusta la vida, Javier Heraud es tu poeta elegido, incluso para quienes, como yo mismo, nunca han escrito un verso.

2.

Hasta donde yo alcanzo a ver, mediante La espalda del mundo (2000) y otros trabajos suyos, como es el caso de esa fiesta de los sentidos titulada Sigo siendo (2013), Javier Corcuera es de los cineastas que escriben sus historias a lo Hemingway, a lo Herzog, prefiere mantener una distancia aproximada, cáustica, que una perspectiva mayor e impersonal, elige tocar y quemarse a sólo mirar y sonreír. Es justamente esta cualidad suya la que expande con armonía la carga emocional inherente a la historia; limpia de melodramas, una historia expansiva, fragmentada de entrevistas y fotografías que felizmente plantean más interrogantes que alivio, por momentos incontenible y turbadora, menos que borroneada, una composición coral a la que el tiempo le ha arrancado pedazos de voz. Se recitan varios versos a lo largo del film, cadenciosos, hermosos todos ellos, compuestos de imágenes a tono, movimiento, música y silencios. Vida, a fin de cuentas. «Arrancar es siempre dejar algo, un hueco, una raíz fina», decía Heraud. De entre todos, este verso es el mantra evocador que palpitaba silencioso en cada escena, el canto que vuelve ADN la musicalización de Pauchi Sasaki, el murmullo que consigue materializarse en forma de paisaje rural, de agua, de rostros, de voces, de olvido. Otra de las maravillas de este documental radica en la sutileza con que nos hace ver que a pesar de que estemos sentados en el siglo XXI, por más adelante que lleguemos nunca iremos más lejos de la muerte de Javier Heraud.

3.

En este viaje por el ancho río de vida y muerte la guía es Ariarca, sobrina nieta del poeta —paradójicamente en este ahora del 2019 es tan joven como lo era, lo fue y lo será por siempre Javier Heraud, 21 años—, ella nos conduce desde la casa materna en un Miraflores ya extinto, hasta la nefasta y aún fangosa orilla del Río Madre de Dios; inexorablemente, hacemos una cuantas paradas por provisiones en la autopista del olvido, en el catálogo hallamos lugares y tiempo congelados en fotografías, la tristeza de los objetos del poeta, las cartas cursadas con la madre, se nos ofrecen, además, testimonios relevantes y no tan relevantes de quienes lo disfrutaron de vista y voz, un zapato talla 45 de Maiakovski. Detalles. Pistas que nos ayudan a reconstruir no tanto al poeta sino a la persona que falta en la mesa. Un viaje desde el presente hacia el pasado en busca de los pedazos del poeta que debió venir del futuro. Porque Heraud pertenecía a la estirpe de bromistas literarios con facciones de piedra que andaban presumiendo vaticinios sobre sus respectivas muertes, y atinaron. Uno fue Kafka. Otro fue Vallejo.

4.

El viaje de Javier Heraud es volver la mirada necesaria hacia una experiencia que mayormente duele en el corazón, conmueve, y sin embargo, en cierto sentido vinculado con el perdón y la esperanza, reconforta desde lo inevitable. Desde la otra orilla, su poesía —«mi cuarto es una manzana, con sus libros, con su cáscara, con su cama tierna para la noche dura»—, colmada de amor, de ingenuidad, de una épica candorosa, consigue un efecto semejante al provocado por el documental, una poesía, la de Heraud, expresada con un talento elogiado por el Olimpo de la poesía peruana, la Generación del 50Washington Delgado, Carlos German Belli, Pablo Guevara, …— y lo consigue mirando no hacia atrás sino hacia adelante, porque las grandes epopeyas, como aquella de la que toma su nombre de guerrillero, 'Rodrigo' Machado, por El Cid, se dirigen al presente y al futuro. Insisto en que demasiado poco se conocía del Heraud hijo, hermano, amigo, enamorado, apenas si dos o tres pinceladas torcidas que le cuelgan un morral de libros al hombro y un fusil en las manos a un culto muchacho clasemediero, de la noche a la mañana. Y por si fuera poco, prácticamente nada acerca de su vida personal. En este sentido —artístico y divulgador— también es valioso este documental. A Ariarca, nuestra espontánea detective a cargo de la pesquisa, le preocupa mucho más saber «¿qué sucedió, cómo?» que «¿por qué sucedió?». Su curiosidad es juvenil, como era la curiosidad del tío abuelo suyo al que intenta reconstruir desde las ruinas, pues el mismo Heraud le da las pistas: «yo he vivido entre carros y cemento, yo he vivido siempre, entre camiones, y oficinas, yo he vivido entre ruinas todo el tiempo». Las especulaciones de Ariarca no son las especulaciones de quienes todavía aguardan la noticia envuelta en sangre. No, las suyas son del corazón. Orientado hacia este lado íntimo es que triunfa esta película.

5.

 Además, El viaje de Javier Heraud  mantiene un elegante juego de espejos con la primera poesía, El río, en la pantalla es notorio el carácter visual —no hay noche, todo es claridad—, conceptual —Heraud y Corcuera, cada uno cargando su época, componen acorde el epígrafe de Antonio Machado: «La vida baja como un ancho río», aglutina, fluye, y cuando la música de Sasaki calla ululan las palomas de Heraud. Ya lo ven, la biografía del poeta adolescente por sí sola alcanza —en tiempo presente, el tiempo gramatical favorito del poeta— y continúa alcanzando, para muchas otras versiones, pero la vida de Heraud filmada desde las páginas de su poesía es lo que ha sabido atrapar de manera singular Javier Corcuera, se ha tomado la revancha, pues, según sabemos, es hijo del reconocido poeta Arturo Corcuera —quien, a su vez, fue mejor amigo de Heraud, Corcuera, el padre, fue a buscarlo a Cuba en los días previos a la incursión en la selva, pero el destino tenía previsto su propio guión, Arturo Corcuera, una de las voces mayores de la Generación del 60 —en la que, a parte del propio Javier Heraud, figuran nombres de la talla de Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza y César Calvo—, el mismo poeta que desde el 2017 vive «saltando de alba en alba» le escribe: «quisiera que me prestarás tu corazón, para tener el valor de morir como tú»—, en la casa de Chaclacayo, donde el fundador del concurso Poeta Joven del Perú recibía a cuanto poeta nómade llamaba a la puerta, el fantasma de Javier Heraud formó parte de la infancia del pequeño Javier Corcuera, un fantasma que gracias a esta película es menos fantasma cada vez, y que seguramente le obsequiará más éxitos.

6.

Sí, voy a cortar este río hablando de Javier Heraud, ya se los había advertido. Soy de los que le agradecen a la película el no haberse atado los pasadores a las patas de la silla, los cabos sueltos de «el guerrillero Heraud» —ya viene La pasión de Javier, que ficciona sobre esa fase del poeta, y según lo veo, se complementará con El viaje, lo espero—, pienso que de haberlo hecho le hubiera significado a Corcuera traicionar más que el gusto estético en su película. Volviendo a Heraud en busca de un punto final, me he quedado pensando en que él no requería de una voz potente —Vallejo era potente, Blanca Varela era potente— porque igual llegaba a cada uno al oído, con una cadencia que se graba en la memoria —esta cadencia la guarda el guión de Corcuera—, un tono sabiamente ingenuo, prístino. Además, en el poema de la manzana como metáfora de su habitación, ¿no está diciendo Heraud que él es el gusano, la muerte, el que vive dentro y la devora desde el interior? De cualquier modo, la melancolía de Heraud proviene de un tiempo posterior al suyo, del momento soñado en que cada hombre y cada mujer será un ciudadano y un héroe en sí mismo, no superior a nadie, no inferior a nadie. Una utopía, por supuesto. Para acercarnos a Javier Heraud sin nieblas de ningún tipo hace falta advertirlo. En el Perú de Heraud gobernaba La Junta Militar, todavía se respiraban los estragos de la dictadura de Odría, una peste que, en palabras de Mario Vargas Llosa —París, 1964, con motivo de la publicación de Otra piel de serpiente, la novela de otro escritor finísimo, también amigo de Heraud, Luis Loayza— dijo: «Nosotros, los adolescentes de esa tibia clase media a los que la dictadura se contentó en envilecer, disgustándolos con el Perú, de la política, de sí mismos: fuimos una generación de sonámbulos.». En tanto Cuba era una fiesta. Me quedo aquí, en este último párrafo, recordando que al final de este viaje intenso terminamos observando una herida que todavía continúa abierta, el tiempo la ha convertido en un abismo, en el fondo de ese abismo palpita, vivo y hondo, el personalísimo corazón de un poeta, al que le decimos, devolviéndoles sus propias palabras, «hasta mañana, gracias, nada ha sucedido, y estoy como siempre entre los ríos, y estoy como nunca, entre las piedras.»


Escrito por

Oscar Pita Grandi

Cinéfilo. Escritor. Firmaba reseñas y crítica en Cinencuentro y en la Escuela de Cine de Cuba. Paisaje Habitado es su primera novela.


Publicado en

Zeroville

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